Fibromialgia
Cuando fui diagnosticada de fibromialgia apenas había escuchado el término. El médico dijo: «busca en la Internet; es la enfermedad del alma».
Yo no entendí del todo, aunque sí tenía idea de a qué iba con eso del
alma. No solo me serví de la red, también indagué entre contactos y
conocidos para saber si alguno de ellos sabía de la enfermedad y cómo
les había ido o les iba, en caso de que aún la padecieran.
De los tres facultativos con calidades para diagnosticar y confirmar
la dolencia, dos de ellos me dijeron sí. Yo igual me negué, pero no como
quien pasa por una etapa de rebeldía, sencillamente algo me decía que
había más. No obstante, como si no tuviera mejor cosa en qué ocupar mi
tiempo, invertí muchos silencios meditando mi relación con el dolor
desde que tengo memoria. La fibromialgia no es más que dolor y más
dolor, en músculos, tendones y ligamentos. Quien la padece tiende a
sentirlo ante estímulos que no necesariamente deben doler. Antes de
llegar a los veintes, recuerdo dolores muy fuertes en mis muñecas, no
podía apoyarme ni hacer gestos habituales con las manos. Llegué a
vendarlas hasta que el dolor sencillamente desaparecía. Y esto llegó a
durar ente diez y quince días.
En mi búsqueda, di con una publicación que recogía todos los síntomas
de la fibromialgia: ¡eran 100! Ha leído bien. Cien síntomas. Y me
reconocí en la mayoría de ellos, precisamente los más agudos. Sin
embargo, no pude evitar hacer otras lecturas. Algo no me encajaba. A
pesar de todo, ahí estaba mi historia: muñecas, hombros, cuello, región
lumbar, base del cuello, talones, glúteos. Tengo una contractura en la
espalda que abarca el omóplato derecho y ha formado prácticamente un
continente. No sé desde cuando está ahí, ha ido y venido tanto como ha
querido. En una ocasión, por tensión y mucho cansancio – uno de tantos
síntomas del padecimiento- me hice dar un masaje. La presión de las
manos me dolía en la piel de una forma que no puedo explicar; salí
llorando de la sesión y los días posteriores, además de dolor, tenía una
constelación de moretones en los brazos y piernas.
Creo firmemente que cuerpo y espíritu no van cada uno por su lado. Y
ahí es donde mi intuición hace presencia y me afirma lo que sentí cuando
escuché y leí sobre fibromialgia. ¿Existía esta enfermedad antes de las
últimas tres décadas? No lo sé. Solo en Estados Unidos de América hay
millones que la padecen, la mayoría mujeres, y parece seguir un tour
por todo el globo, sobre todo en poblaciones donde el capitalismo
rampante arropa grupos humanos en agitadas agendas de trabajo y consumo,
dejando poco tiempo –y energía- para el disfrute del ocio, las
actividades al aire libre y el divertimiento.
Es aquí donde aparece la caja –de medicamentos-. La comunidad médica
no logra establecer ni el cómo ni el porqué de tanto achaque. Si acaso
establecen comunes denominadores entre quienes la padecen. Dado el
generoso listado de síntomas, el diagnóstico diferencial yerra por
mucho. De manera que solo queda algo por hacer: combatir los síntomas.
Esto sí que no es difícil para los emporios farmacéuticos, cuyo
propósito parece estar enfocado más en mantener la sintomatología de las
enfermedades bajo control que en eliminarlas del todo.
Llegado a este punto, basta que por un buen tiempo una importante
cantidad de gente manifieste un grupo de síntomas que puedan
distinguirse uno de otro, pero que permitan reunirse. Con eso ya habrá
un nombre, y no hay enfermedad con nombre propio sin su receta. Entre la
efectiva publicidad de los laboratorios, más la cultura antidolor en la
que somos embutidos, para muchos no es problema durar el tiempo que sea
necesario tomando pregabalina y ungüentos de los que usaba mi abuela.
Pero hay otras personas que se resisten a esto. Apenas entran en la
dinámica de las recetas; necesitan saber qué tienen, por qué y qué
pueden hacer al respecto. Con nombre o no, para mucha gente es vital
entender su dolencia y esto no es posible si anulamos el dolor, porque
el dolor es un lenguaje que, una vez lo eliminas, te deja sin pistas, al
menos hasta que regrese. Y esto no es una apología al sufrimiento, al
contrario, es una alternativa a conciliarnos con nuestro cuerpo y su
manera de llamar la atención. Y siendo poco ortodoxa, es una invitación a
mirar de manera distinta la relación que tienen las enfermedades con lo
que pasa en nuestra mente, emociones y ser.
Tampoco sugiero aguantar los molestosos síntomas de una gripa de esas
donde hasta las ideas te duelen, solo concuerdo con el postulado que
sostiene que muchos malestares físicos crónicos y enfermedades de hoy
día son resultado de la incongruencia que nos distingue. El abismo que
existe entre lo que queremos, lo que pensamos, lo que decimos y eso que
terminamos haciendo. Qué tan alejados estamos de lo que nos produce
plenitud y de lo que nos apasiona.
Ese abismo es posible entenderlo desde las preguntas. Soy fan de
ellas porque nos confrontan, nos desnudan y nos acercan a la verdad.
¿Dedica al día siquiera 15 minutos a lo que le apasiona? ¿Abraza?
¿Sonríe a menudo? ¿Disfruta hacer ejercicios? ¿Cuándo come, advierte los
aromas, texturas, colores? ¿Tiene conversaciones interesantes con gente
interesante para usted? ¿Ama? ¿Hace el amor? ¿Medita? ¿Le gusta el
trabajo que realiza? ¿Le resulta pesado despertar por las mañanas? ¿Es
la hora de dormir su momento favorito? ¿Elegiría a sus actuales
compañeros de trabajo, si pudiera? ¿Es lunes y ya está ansioso de que
sea viernes? ¿Cuenta con un círculo familiar y de amigos que le apoyen?
¿Siente que su vida tiene un propósito, para usted, para alguien? ¿Es
dador? ¿Agradece? ¿Solo piensa en lo que no tiene y da por sentado lo
que sí? ¿Sueña bonito?
Las respuestas nos darán un pista de cómo andamos. Porque la única
vía para hablar que tiene el alma, el ser y el espíritu, es el cuerpo, y
este nos hablará de bienestar o enfermedad. Si nos empeñamos en callar
su voz, llegará un momento en el que gritará o hará mutis. En mi caso,
tan pronto «abracé» mis dolores y empecé a indagar muy dentro qué había
detrás de cada dolencia, incluso en mis estados más agudos de depresión,
muchas situaciones empezaron a tener sentido y esto hace posible
establecer armonía entre lo que me ocurre y quien soy. Desde esta
dinámica, puedo iniciar los cambios que sean necesarios. No se trata de
conformarme, sino de entenderme, comprenderme, y desde ese estadio,
hacer algo al respecto para lograr que mi bienestar no dependa de la
ingesta indefinida de una pastilla. A eso lo llamo poder.
Publiqué originalmente en Wall Street Magazine International.
Gnosis Rivera
28 de febrero de 2019
Photo by Syarafina Yusof on Unsplash
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