Belleza en Ébano
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Persona indigente durmiendo en el piso. Calle El Conde, Santo Domingo, República Dominicana |
Llevo tres años
transitando esa esquina. Lo he hecho en auto y a pies, sea aparcando
cerca o yendo camino al colegio a dejar a mi hija. Me he encontrado con
perros, de “marca” y realengos. Gatas preñadas, una mujer de piernas
portentosas y rostro introvertido, que siempre está vestida de harapos y
acompañada de un perro grande. No ha faltado el vecino que salió “en
toalla” a la acera mientras se cepillaba los dientes, ni la chica que
vende té caliente entre las siete y las ocho de la mañana en la
Cambronal. Las calles de Ciudad Nueva tienen vida propia. Sus casas, sus
colmados –casi siempre en las esquinas– son microsistemas de historia y
vivencias. Recorrerlas a diario me ha llenado los ojos de estampas, y
esa mañana di con una que se quedó grabada en mi mente.
Había un bulto en el suelo. Mientras me acercaba, observé cómo se
movía. Entonces advertí que había una persona escondida bajo las telas
sucias color escarlata y que sin duda había pasado la noche en esa
superficie, que más dura y helada no podía estar. Enero iba iniciando
con todo y frente frío y la persona se movía espesamente bajo los
trapos, como si al hacerlo pudiera ablandar el colchón de cemento.
Cuando me dirigía de vuelta al auto, esta persona sale de entre las
telas, cual Lázaro, y me hallo frente a frente a una mujer joven, de
piel negra, pero de una negrura tan lisa que solo me vino a la mente una
palabra: Ébano.
¿Han visto esas escenas donde dos caminan en la calle pero en vía
contraria, y uno converge con el otro y se miran, y la imagen va pasando
lentamente como si todo transcurriera en cámara lenta? Tal cual ocurrió
en mi mente. Pasé al lado de esta mujer y la observé. No parecía llegar
a los treinta y cinco años de edad; sus labios, algo gruesos, sugerían
una sonrisa delicada. No era muy alta –algunos cinco pies y algo de
pulgadas–, pero su delgadez le hacía lucir esbelta, aún con el proyecto
de vestido que llevaba. Su pelo era como los nidos de pájaros de aquel
arbol seco de La Santiago, aquel que me inspiró dos poemas. Quizá el
propio disturbio de hebras que tenía por melena, le hizo de almohada
toda la madrugada. Quizá.
La pensé hermosa. La locura le brotaba tras el iris de su mirada
perdida y se escurría por ambas esquinas de los ojos. Terminé observando
lo que me parecieron dos huecos color café; bellos y ausentes ojos
color café donde solo encontré ausencia en su estado más puro. Locura
cruda. Esa mujer, joven y hermosa mujer, estaba loca, era una loca de
Ciudad Nueva.
Los días siguientes estuve pendiente de volver a verla en la misma
esquina, durmiendo, recostada de la pared como si fuera un espaldar,
pero no. Pasaron dos semanas hasta que la vi por el Parque
Independencia, y una más para hallarla por la Delgado; la última vez, me
la encontré en la Bolívar a la altura de la Pasteur. Llevaba a cuestas
toda su presencia de diosa demente y extraviada; su piel brillaba, quizá
por las duras penas de una vida de locura, o por la gruesa costra de
sucio que de seguro le vestía la dermis. Ninguna de las veces pude dar
con su mirada, ¡quién sabe dónde la habrá dejado…!
Recordé al Dr. Zaglul y sus 500 Locos, a Los Renglones Torcidos de
Dios, recordé esa frase que alude a la calidad de un país en relación a
la forma en que trate a sus envejecientes y a sus animales y convine que
debería tomarse en cuenta también por la forma en que trate a sus
ciudadanos con discapacidad. Pensé que quizá muchas de estas personas,
que deambulan sin suerte y destino por nuestras calles, podrían remitir
fácilmente solo con cuido, higiene y un adecuado tratamiento. ¡Qué pena
que el Estado no ponga en marcha mecanismos que les permita llevar una
vida con dignidad! Más aún, ¡qué irónico que ellos ni se den cuenta de
la vida que llevan! ¿Sabrán acaso que llevan alguna?
Probablemente ella no es nada de lo que vi, quizá insisto en su
belleza como una forma de compensarla por tanto descuido, por tanta
falta de empatía, por tanta indiferencia. La mia, la del Estado, la de
todos los que pasamos a su lado como si ella no existiera. Al inicio de
este día en que reviso estas líneas, la vi nuevamente. Dormía bajo su
manto escarlata, como un gato, se desperezaba hacia el reto de un nuevo
día. ¿Sabría que era uno nuevo? Luego la sorprendí mirando sus dientes
en el retrovisor de un automóvil rojo aparcado a su derecha. Cuando
crucé hacia el mío, nuevamente nos miramos. Intenté una mueca que
definitivamente no salió de mi boca. Solo la miré en la brevedad de un
segundo eterno. Nos miramos y nada ocurrió y al mismo tiempo, todo
pasaba.
Tal y como publiqué en Acento.
Gnosis Rivera
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